GREGORIO DEL OLMO,
1921-1977 Si,
pintura fantasmal y misteriosa, inquietante pintura de puro apacible,
angustiante de puro poética. Lo fantasmal no es aquí un
recurso a lo vagoroso o surreal, ni el misterio ronda nunca los símbolos
habituales de su proyección. Las claras y lejanas muchachas,
los paisajes sin aditamentos románticos, los parcos bodegones,
todo lo que hacía Gregorio del Olmo acababa siendo fantasmal
y misterioso, impregnado de una irreversible tristeza de las cosas.
No podemos -ni queremos- saber si se trata de recuerdos o si de premoniciones.
Un eros piadoso y delicado lo arropa todo, una recóndita melancolía
lo humedece todo, como una mansa lluvia dispuesta amorosamente para
caer, gota a gota, sobre el suyo y nuestro corazón. Es la pintura
sentimentalmente más honda de toda le escuela de Madrid, tal
vez la única de toda ella donde la melancolía lo protagoniza
todo. Su
vida fue, en lo social, un largo y voluntario desapercibimiento. Vivió
dentro de sí mismo, únicamente atento a su quehacer de
pintor, interrumpido muchas veces, desviado otras tantas, sacrificado
con un dramatismo que sólo puede amortiguar la justificación
de una serie de atenciones amorosas, familiares. Vivió peligrosamente,
expuesto a cambiar el tesoro de sus posibilidades por un vaso de leche... Había
nacido en Madrid en 1921, en una casa de las afueras rodeada de pequeñas
huertas y jardines. Creció al aire y al sol. Fue un chiquillo
lleno de vitalidad, aprendió a pintar sin ayuda de nadie. Después
acudió a las clases libres del Círculo de Bellas Artes,
y a aquella Escuela de San Fernando que se instaló en el Museo
de Arte Moderno, con San José, Alvaro Delgado, Martínez
Novillo, y tantos otros que allí tuvieron a Vázquez Díaz
por capitán. Luego vino Vallecas, con Benjamín Palencia...
Y la primera enfermedad. Cuando se restableció y volvió
junto al maestro de la escuela vallecana «tuve - nos decía
- la impresión fría de algo que no era lo que tanto habíamos
soñado, y decidí hacer la vida solitaria que había
tenido anteriormente. Me retire a una casita que tenía en los
alrededores de Madrid, con una huertecita, en la que me entregué
por entero a vivir intensamente. Trabajaba en las labores de la tierra...» ...
Vivir intensamente era para él vivir en solitario y frente a
sí mismo. Siempre vivió así. A lo largo de muchos
años de trabajo duro, sin descanso, compartiendo con su pintura
otros menesteres («el trabajo y el deber se imponen», decía),
y al final pudo ser sólo aquello para lo que había nacido:
pintor. Gregorio del Olmo murió un mal día de verano de
1977, de la manera menos previsible en él, que era un sedentario:
murió en la carretera, camino del luminoso Mediterráneo
recién descubierto por él, que era una especie de franciscano
de Madrid.
A.
M. Campoy
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